Ahora que mi hijo pequeño está a punto de cumplir los 18 meses y sé que ya le queda poco tiempo como bebé y que dentro de nada le veré como niño, me entra cierta nostalgia y me vienen a la memoria, entre otras cosas, su parto y el de su hermana. Su rápido crecimiento me genera sentimientos encontrados. Por un lado, tengo ganas de que se haga mayor, sobre todo teniendo en cuenta la diferencia de edad entre mis dos hijos (3 años y 10 meses), que hace que con mi hija mayor ( 5 años) ya se puedan hacer muchas cosas y, en cambio, los horarios y necesidades de un bebé, aunque sea un bebé ya un poco mayor, frenen mucho la capacidad de movimiento familiar. Sin embargo, por otro lado, me da pena que pronto termine su fase de bebé, que pese a ser una época de poco descanso – en mi caso, casi nada – , conlleva una relación de gran intensidad y ternura que echaré de menos. Con mi hija mayor tengo una relación muy especial pero, lógicamente, distinta de la que tenía con ella cuando era bebé, porque la forma de interactuar con un niño es diferente a la forma de interactuar con un bebé. Ya viví este cambio en la relación con mi hija y me queda vivirlo con mi hijo.
Aunque, como ya os habréis dado cuenta, la entrada de este blog no es un tema educativo, ya que en este caso los niños estaban justo a punto de nacer y no eran susceptibles en ese momento de recibir educación alguna, no me resisto, gracias a este «ataque» de nostalgia repentino, a dejar de rememorar los dos partos, en este caso centrándome en la anestesia epidural. Permitidme ese desahogo.
No voy a hacer una entrada en la que analice de manera pormenorizada todos los aspectos positivos y negativos de este tipo de anestesia, simplemente voy a contaros lo que yo viví con ella, mi experiencia, que ya adelanto que es un poco especial y, visto «a toro pasado», tiene cierto lado cómico.
La anestesia epidural cuenta con entusiastas y detractores y yo no me puedo encuadrar en ninguno de los dos grupos porque, pese a que me la han puesto en mis dos partos, nunca la he podido aprovechar bien y, por tanto, no tengo suficiente criterio como para ni siquiera valorarla en mi caso concreto. Os cuento por qué.
En mi primer parto, cuando nació mi hija, y llegó el momento en el que, por los centímetros de dilatación podía ya ser apropiado poner la epidural, me preguntaron si la quería y dije que sí. Al tercer pinchazo la anestesista logró ponérmela. Habíamos acudido al hospital porque yo había roto aguas y, como todavía me quedaba por dilatar, la anestesia epidural me permitió no sufrir las contracciones durante bastante rato y poder cerrar los ojos, aunque no dormir – no fui capaz – sin que el dolor me sobresaltase, lo que me vino muy bien porque cuando rompí aguas esa noche todavía no me había acostado. Mi marido tampoco lo había hecho y logró conciliar un rato el sueño.
El caso es que llegó la hora de empujar porque ya tenía la dilatación suficiente. Tenía las piernas dormidas y me resultaba desagradable. Hay quien esta sensación no le impide hacer el pujo de manera adecuada, pero no fue mi caso. Yo misma notaba que no lo hacía bien, de la manera que me habían enseñando en las clases de preparación al parto. El matrón (era chico) me dijo que la niña estaba muy alta y que iba a tener que empujar bastante. Tras un largo rato me comentó que si la niña no bajaba habría que utilizar fórceps o ventosas (no recuerdo ahora muy bien cual de los dos). Mi mirada debió ser de auténtico espanto, porque en seguida me dijo que no me asustase, y me preguntó sobre lo que me habían contado de esos instrumentos. Me explicó que solo era peligroso cuando se empleaban mal, pero no que fuesen peligrosos por sí mismos. Rápidamente le pregunté si estaba empujando mal, y me contestó que sí. Le expliqué que no era capaz de empujar correctamente con las piernas dormidas y le pedí que me quitase la epidural. Así hizo. Me dijo que cuando ya me doliese mucho que le avisase y me volvía a activar el gotero y que lo iría graduando. Fue desaparecer el efecto de la anestesia y empezar a empujar correctamente. Cuando ya noté mucho dolor le pedí que me pusiese un poco de epidural, pero me contestó que ya no me la ponía porque me iba a hacer efecto después del parto, así que parir, lo que se dice parir, lo hice sin epidural.
En una de las últimas visitas a mi ginecólogo previas al parto de mi hijo le comenté lo que me había pasado con la anestesia en el de mi hija (aunque me había llevado el embarazo no me había asistido en el parto). En el parte para el anestesista señaló lo que me había sucedido para que tuviese en cuenta que me había hecho demasiado efecto la anestesia y me administrase menos cantidad.
En el parto de mi hijo también en esta ocasión acudimos al hospital por rotura de la bolsa, no por el tiempo entre contracciones. Tras el pertinente examen me dijeron que todo estaba bien, que quedaba ingresada por la rotura, pero que todavía tenía poca dilatación así como pocas y débiles contracciones. Mi marido, tras dejarme en el hospital, se fue a llevar a mi hija mayor con mis suegros. Mientras volvía y una vez ya en la habitación, me dediqué a pasear, únicamente me senté un momento. Lo hice adrede, porque sabía que caminar aceleraba el parto, pero la verdad, no pensé que tanto. Si lo llego a saber, paseo un poquito menos. Llegó mi marido, nos acomodamos para descansar y dormir esa noche, que falta nos hacía porque cuando rompí aguas me había acostado hacía un ratito y mi marido ni siquiera se había acostado. Quizá lo inapropiado por mi parte fue pasear si lo que quería era dormir esa noche, pero la esperanza de un parto rápido me convenció. No pensé en más. Si no lo hubiese hecho no sé si me hubiese puesto de parto ya por la mañana o si, en cualquier caso, hubiese sido esa madrugada.
Fue meternos en la cama y sentir contracciones. Le pedí a mi marido que contase el tiempo entre una contracción y otra. Iba menguando. Llamamos a la enfermera y me dijo que por el tiempo entre una y otra todavía podía esperar un poquito, salvo que me doliese mucho. Le dije que aguantaba. Pero vamos, fue irse la enfermera y tener las siguientes contracciones dolorosísimas. Si antes le digo que aguanto… La volvimos a llamar. Me dijo que me iban a poner la epidural y nos condujeron a la sala de dilatación. Las contracciones eran tan fuertes que aunque la anestesista no tardó mucho, yo no veía el momento de que llegase. Por fin llegó, y mientras se prepara le cuento lo que me pasó la vez pasada y me aclara que me va a poner poca dosis. Mis contracciones cada vez son más fuertes. Me dice que me esté quieta, que me va a pinchar. Le contesto que espere, que me viene una contracción y que me da miedo no poderme controlar y moverme justo cuando me esté pinchando. Cuando se me pasó la contracción y se disponía de nuevo a pincharme, otra vez lo mismo, le hago esperar una vez más por otra contracción. A la tercera vez que pasó, me dijo, con buen criterio, que si quería epidural me la tenía que poner ya, con contracción o sin ella, porque si no, no me la iba a poder poner.
Le explico que la sensación que tengo es que el niño se me va a salir. Mientras se prepara de nuevo, llega la matrona y ella misma le comunica lo que yo estaba sintiendo. La matrona dice que en cuanto me pongan la epidural me examina, que las parturientas solemos estar acertadas en nuestras impresiones. Me examina y me comunica que no le extrañaba que tuviese esa sensación porque ya estoy de 10 cm, que he pasado de 3,5 a 10 cm en 20 minutos, que si quiero empujar, que empuje, y que si quiero que me haga efecto la epidural, que espere. ¡Como si fuera fácil esperar con tales contracciones! Llaman de nuevo a la anestesista y me pone otro «chute» por la inminencia del parto y también porque me había puesto poca dosis para así intentar conseguir que me hiciese algo de efecto. En fin, algo de efecto creo que me hizo, porque parece que lo suavizó un poco pero, aún así, lo noté todo bastante. Todo el mundo siempre te desea que tengas un parto rápido, y no seré yo quien diga que es mejor uno lento, pero creo que no estaba preparada, ni mental ni físicamente, para contracciones tan fuertes y tan seguidas, ya que no me daba tiempo a recuperarme de una a otra. Me resultó demasiado intenso.
Así que en el primer parto gran parte de las contracciones fueron con epidural, que me permitió descansar un rato (positivo) y a la hora de empujar el excesivo efecto que me había hecho me impidió hacerlo de la forma correcta (negativo). Durante el trabajo en el paritorio no puedo hablar de la epidural porque parí sin epidural y noté todo, desde la episiotomía hasta los puntos. En el segundo parto las contracciones fueron sin epidural y al dilatar tanto en tan poco tiempo me las pusieron ya casi para el paritorio. Esta vez no se me durmieron las piernas y noté todo un poco más mitigado, pero creo que no le dio tiempo a hacerme efecto en su totalidad.
Cuando me preguntan si di a luz a mis hijos con epidural contesto que sí y no, lo que requiere siempre de una aclaración, ya que por el principio de no contradicción una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo.